Más allá del ruido mediático, de las posiciones “a favor” o “en contra”, de pretendidas consultas ciudadanas, o de las opiniones de lo que supuestamente sucederá si se regula la mariguana, lo cierto es que la decisión de la Suprema Corte de Justicia de la Nación deja muy claro que las posibilidades regulatorias de la cannabis se limitan a reconocer los derechos de los usuarios; a determinar que, como adultos de plenos derechos, podemos cultivar de forma privada a la planta –ya sea personalmente o de forma asociada– y que dichos cultivos no pueden tener fines de comercio. 

La lógica de la decisión de la Corte es impecable: protege derechos y delimita la potestad del Estado frente al individuo. Pero, al mismo tiempo, impide una industria de lucro con la planta de la cannabis cuando ésta se destina a su consumo psicoactivo. 

¿Cómo crear, entonces, una regulación eficaz para la planta en la que se garantice la salud pública, se diferencie con certeza entre usuarios y traficantes, y se impongan limites de acceso efectivos para ciertos segmentos sociales y en especial los menores de edad?

La respuesta se encuentra no en una, sino en cuatro regulaciones distintas para el cultivo, según los fines a los que se destine el mismo. Todas ellas perfectamente aplicables bajo los tratados actuales.

La lógica de la salud pública no necesariamente se alínea con la necesidad de expandir los mercados. En el caso del cannabis psicoactivo, el reto es encontrar un punto medio regulatorio, que permita una actividad económica formal y fiscalizable que limite el ingreso de los grandes capitales, y que también contemple las necesidades y derechos de los usuarios: garantía en los productos, y acceso seguro y legal, bajo responsabilidades bien definidas: no acceso a menores, y no afectar a terceros.

De este modo, hay dos caminos principales, ninguno excluyente del otro: regulación de cultivo con fines de mercado (cáñamo y posiblemente mariguana con fines médicos) y regulación de cultivo sin fines de mercado: investigación científica, fines médicos y usos no médicos.  

1. La primera regulación se dirige al cáñamo con fines industriales, es decir, a las partes de la planta que carecen de propiedades psicoactivas. El cáñamo no está fiscalizado por los tratados, y de hecho existe en otros países una industria que lo aprovecha para hacer papel, textiles, cordajes, aceites, forrajes, cosméticos, materiales de construcción, y un etcétera de más de 10 mil productos conocidos. En México, sin embargo, toda la planta está prohibida, lo que nos pone en una clara desventaja económica frente países productores de cáñamo. Nuestros tratados de libre comercio con América del Norte, Chile o la Unión Europea, por ejemplo, contemplan la posibilidad de importar estos productos y distribuirlos legalmente en el país. Pero nuestra legislación nos impide producirlos.

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2. La segunda regulación es la de los fines medicinales. La regulación de la mariguana médica depende de un factor esencial: en términos de los tratados de drogas, se podría regular la industria de forma similar a la industria farmacéutica que hay ahora (es decir, se podría regular el mercado) pero para ello el Estado tendría que reconocer formalmente su potencial terapéutico (algo que no sucede actualmente). En el plano médico, además, el tema de la mariguana parece suscitar interminables debates sobre las propiedades y el potencial de la planta. Pero esto no debería ser un freno para tomar decisiones al contrario: bastaría con que se clasificara a la planta como “remedio natural” con la leyenda “Úsese bajo su propio riesgo” y podría licenciarse a empresas interesadas en cultivarla con tales fines. Al menos, mientras la comunidad médica se pone de acuerdo.

3. La tercera regulación es la de fines científicos. Básicamente, ésta tendría que quitar las trabas, principalmente burocráticas, que hoy en día hacen casi imposible investigar sobre la planta. Las reglas para esta regulación deberán discutirse con la comunidad científica interesada en las propiedades y posibilidades del cannabis. 

4. Por último, es necesaria una regulación para los usos no médicos o “recreativos”, su uso más extendido. En ella, de acuerdo además a los criterios de la Corte, el centro de la regulación es el cultivo privado, ya sea personal o asociado. Bajo este esquema, el Estado permite el cultivo en espacios privados cuando este no tiene fines de lucro. Y si bien cada persona podría cultivar en su casa una cuantas plantas para su uso personal, en realidad una regulación de esta naturaleza se dirigiría al cultivo asociado: adultos que crean una sociedad civil cuyo fin es el cultivo comunitario, delegado en equipos especializados, que satisface las necesidades de cannabis, en distintas formas, de los socios. Bajo este esquema, se crea una cadena de actividad económica de producción-consumo perfectamente fiscalizable, que hace posible acceder a la mariguana bajo reglas estrictas de no desvío al mercado abierto y con importantes ventajas para los socios: estándares de calidad, alternativas al mercado negro, incluso servicios de reducción de riesgos y daños como parte sustancial del esquema. De este modo se evitan los mercados ilegales, se respetan los derechos de los usuarios, y éstos son fiscalizados por sus propias reglas, transparentes para todos: para ellos como socios, y para el Estado como garante del sistema. Se limita, además, toda publicidad y, desde luego, el acceso a los menores de edad bajo riesgo de sanciones inmediatas y firmes. De este modo, se combaten también las actividades de mercado –legal o ilegal– y no por la confrontación policiaca, algo que a todas luces ha resultado en un desastre.

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Muchos años luchando en la sombra para que el cannabis florezca al sol.