Los mundos de Ludlow
Fitz Hugh Ludlow era un soñador incansable, un escapista profesional y, sobre todo, un ávido investigador psiconauta que nos abrió sus personales puertas de la percepción, presentándonos las fantasías contenidas en los mundos del hachís ingerido, de ese que ya no se vende en boticas ni se obtiene procedente de oriente.

por Lupe Casillas

Es tan antigua la relación entre el ser humano y el cannabis que es imposible que la literatura, en tanto que es expresión del ser humano, no aluda a ella. En esta sección de Cannabis Magazine venimos indagando en las bibliotecas, entre páginas de libros, buscando esas alusiones, obvias o implícitas en cualquier narración.

El mundo del arte está especialmente poblado de autores que, por interés personal, por afán investigador o simplemente como descriptores de realidad, tratan el tema en sus obras. La tradición popular se hace eco de la idea de consumo de cannabis con el propósito de implementar la creatividad. De ahí que muchos hayan acudido a la sustancia para salir de períodos de falta de inspiración.

Lo que está claro, en definitiva, es que la marihuana genera unos efectos atractivos para cualquiera que quiera salir un poco de sí mismo, de su patrón más habitual de pensamiento, y aproximarse a todo desde un prisma más desprejuiciado.
De todos aquellos que nos han dejado algún rastro de su pensamiento y creencias acerca del cannabis, destacan algunos personajes especialmente interesados que han llevado la literatura de nuestra planta amiga a otro escalón, y cuya obra además de salto cualitativo ha supuesto un ejemplo para generaciones venideras.

Fitz Hugh Ludlow es uno de estos personajes. Nacido en 1836, en Nueva York, se encomendó a la investigación con cannabis a pronta edad: “Ludlow era un inteligente joven de 16 años cuando descubrió el cannabis en la droguería local donde ya había experimentado con éter, cloroformo y opio. Usó cannabis intensamente durante los siguientes tres o cuatro años, y escribió sus experiencias como parte de su retiro de la droga. El libro se ha convertido en un clásico de la literatura cannábica, equivalente en importancia a Los paraísos artificiales de Baudelaire (…) Parece haber tenido poco impacto en el momento de su publicación”.  

A pesar de no haber sido apreciado cuando fue publicado, El comedor de hachís es, como matiza Susan Zieger, “la primera autobiografía estadounidense de la experiencia narcotizada”, que “no sólo se apropió del género establecido por Confessions of a English Opium-Eater (1821), de Thomas De Quincey, sino que también adaptó su modelo británico” e ilustra “cómo el espacio alucinatorio interior de la subjetividad comprometió los tropos imperiales de viaje, exploración y conquista que gobernaban las conceptualizaciones del espacio geográfico del siglo XIX”.

El descubrimiento del hachís por Ludlow

Ludlow, como comenta J. C. Ruiz Franco, provenía de una familia muy religiosa (su padre era devoto ministro de la iglesia presbiteriana), abolicionista y que formó parte de una sociedad (American Temperance Society) nacida para moderar el consumo de alcohol pero que acabó promoviendo, junto a otras de su misma condición, el establecimiento de la Ley Seca.
Con esta cuna, Ludlow se crió a caballo entre la moderación y el prohibicionismo del consumo, la devoción religiosa y la curiosidad hipocondríaca, pues diversas enfermedades le convirtieron en gran amigo de su boticario.

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De esta relación con su boticario, nació su concepción de las drogas: “pudo ver que Mr. Anderson había adquirido varias sustancias nuevas, entre ellas una etiquetada como Cannabis índica, que el boticario describió como una preparación de una hierba de la India, indicada para casos de tétanos. El joven pudo observar un extracto de color marrón verdoso y olor aromático, y al intentar coger un poco su amigo se lo impidió diciéndole a gritos que era un veneno mortal. Pero Ludlow era ya un voraz lector, así que se dirigió a la biblioteca de la botica para consultar un libro recientemente publicado (Chemistry of Common Life, de James Johnston) y saber si era verdad lo que su amigo decía sobre esta droga desconocida para él”.
El mismo Ludlow escribiría en su obra: “El hachís siempre trae consigo un despertar de la percepción que magnifica la sensación más pequeña hasta que ocupa inmensos límites”.  

De hecho, durante su primera ingesta de hachís, tal y como recogió en el libro, sintió miedo e incluso se arrepintió de haberlo tomado: “mi primera emoción fue de incontrolable terror, un sentido de haber tomado algo que no esperaba. En ese momento habría dado todo lo que tenía o deseaba tener por ser quien era tres horas antes”.

A esta primera impresión del colocón, siguieron otras que aplacaron el mal sabor de boca inicial: “No había dolor en ninguna parte, ni una punzada en ninguna fibra, pero una nube de inexpresable rareza se estaba asentando sobre mí y envolviéndome impenetrablemente de todo lo que era natural o familiar”.

Ludlow había ingerido hachís, no lo había fumado, por lo que hemos de contar que los efectos son más intensos e incontrolables. Había experimentado antes con dosis inferiores sin obtener resultados apreciables, pero esta toma, en la que había superado los dos gramos, no iba a dejarle indiferente.

“Ahora, por primera vez, experimenté ese gran cambio que hace el hachís en todas las mediciones de tiempo. La primera palabra de la respuesta ocupaba un período suficiente para la acción de un drama; el último me dejó en completa ignorancia de cualquier punto lo suficientemente atrás en el pasado hasta la fecha del comienzo de la oración. Su enunciación podría haber ocupado años. No estaba en la misma vida que me sostuvo cuando lo escuché comenzar. Y ahora, con el tiempo, el espacio también se expandió”.

Sin embargo, estos primeros efectos, aparentes en la alteración de la percepción del tiempo, así como en otros aspectos, como la disociación (se ve a sí mismo desde fuera) o algunas visiones (casi todas hermosas) le hacían sentir muy diferente y asustado por la falta de comprensión de su estado alterado, se decidió a visitar a un médico que tras calmarlo, le sedó.
Tras esta primera experiencia, no obstante, Ludlow quedó un tanto dudoso pero su espíritu curioso era imbatible y se aventuró una vez más, atraído por la intuición de un mundo de fantasía mayor.

Posteriormente escribiría: “Muchas veces me han pedido que explique la naturaleza de esa sensación, y a menudo he intentado hacerlo, pero no hay nada parecido que pueda representarlo perfectamente, ni siquiera de manera aproximada. Lo más parecido a esa sensación es nuestra idea de la separación del cuerpo y el alma […] Las palabras que todo el mundo utiliza para cualquier fenómeno extraño son: ‘no son más que imaginaciones’. Es cierto, era una cosa imaginada, aunque para mí, con los ojos y los oídos completamente abiertos, era algo tan real como todo lo que nos rodea”.

El elixir del escapista

El hachís que tomaba Ludlow era un preparado elaborado por Tilden & Company, un extracto sólido en el que se condensaba la potencia equivalente a unos siete porros. Las visiones que generaba transportaban a Ludlow a otro mundo, un mundo de fantasía. En él encontró una excusa para el escape, un refugio de evasión, dotado de las maravillas propias de la más pura imaginación.

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En palabras de Franco, “Ludlow se aficionó al hachís por el fantástico mundo al que le permitió acceder, tan querido a su mente libresca. Llegó a abusar de esta sustancia por puro idealismo. Una persona formada en los libros, no en la vida, con esa sensibilidad artística y ese talento literario, creó un mundo propio mucho mejor que el de la realidad cotidiana, un cosmos más estético y más racional. El mundo habitual le parecía claramente inferior […] Adoraba al hachís no tanto por sus efectos psicoactivos, sino porque le permitía escapar de un ambiente gris y apático, y sabía que ninguna otra cosa le permitiría lograr esto”.

Ludlow, además, justificaría en sus escritos su consumo aludiendo a un impulso humano por aligerar el peso del alma, conectar con lo divino y la verdad: “Las drogas pueden llevar a los humanos al vecindario de la experiencia divina y, por lo tanto, pueden transportarnos de nuestro destino personal y las circunstancias cotidianas de nuestra vida en una forma más elevada de realidad. Sin embargo, es necesario comprender exactamente que se entiende por el uso de drogas. No nos referimos al anhelo puramente físico… Lo que hablamos es algo mucho más elevado, a saber, el conocimiento de la posibilidad de que el alma entre en un ser más ligero y vislumbrar visiones más profundas y visiones más magníficas de la belleza, la verdad y el bronceado divino que normalmente podemos espiar a través de las grietas en nuestra celda de la prisión”.

Tarjeta de visita del director de la biblioteca dedicada al autor en San Francisco California

La adicción de Ludlow

Para Ludlow, la existencia era una suerte de celda de prisión y el cannabis (así como algunas otras sustancias por él privilegiadas) la llave que abría la puerta de la celda. Explicado así, es sencillo comprender el poder del cannabis sobre Ludlow, así como su adicción. Una adicción nada física. Una adicción que residía en su mente.

Por ello, tras pasar unos años visitando los mundos de fantasía a los que accedía mediante la ingesta de un extracto sólido, sus viajes se hicieron más accidentados. Si bien había desarrollado una tolerancia inversa y no necesitaba aumentar progresivamente sus dosis, sus colocones eran malos viajes de forma más frecuente.

Abel, en Marihuana: The first twelve thousand years cuenta que “Ludlow continuó tomando cannabis habitualmente hasta que se volvió psicológicamente dependiente de él […] Gran parte de su juventud fue dedicada a un estado de perpetua intoxicación de cannabis. Aunque intentó abandonar su hábito, descubrió que la abstinencia le causaba un sufrimiento considerable […] Finalmente, abandonó el hábito con la ayuda de un médico, pero no sin dificultad”.

Para un soñador escapista como él, la dificultad estaba garantizada.

Acerca del autor

Muchos años luchando en la sombra para que el cannabis florezca al sol.