Humos de Buenos Aires o Buenos Aires se hace humo. De la demonización absoluta a la permisividad camuflada, la realidad cannábica en la Argentina comienza a experimentar mutaciones que, sin perjudicar lo masivo del hábito, pueden mejorar el nivel de vida de la población de la mano de legislaciones más realistas.

Tres escenas cinematográficas de otros tantos films correspondientes a casi el último medio siglo bien pueden describir la evolución de la problemática cannábica en esta vapuleada república austral del continente americano, la Argentina. Puñado de situaciones acaso capaces de dar cuenta del estado actual de la situación.

1. Tardíos aromas de los ´60

La primera imagen se remonta a cuatro décadas atrás, cuando el film Humo de marihuana (Lucas Demare, 1968) mostraba cómo una pequeña burguesía aburrida y decadente se precipitaba por el tobogán de la ignominia pitando gruesos charutos de los cuales emanaba una nube tóxica chernobylesca que enviaba a los personajes al mismísimo infierno, una a uno como en la galería de tiro de una feria de pueblo. Contenido retrospectivo en una época apenitas pre-hippie, con muchachos viciosos de chaqueta oscura y corbata ídem, consumidores de una sustancia que poco y nada se conocía por estas pampas, de modo que quedaba equiparada a la cocaína y a la morfina: suficiente para horrorizar monaguillos dudosos y ancianas virginales. Por ese entonces, las drogas de mayor circulación eran los polvos opiáceos, de religioso consumo en el ambiente de los músicos del tango y adyacencias. Constituían , como el bandoneón, una parte del folclore del dos-por-cuatro hasta tal punto que nadie se horrorizaba que el más grande interprete del fueye (1) apareciera en los espectáculos duro cual buzón de correo o el célebre cantor milonguero en medio de un tema trocase la letra en forma repentina, con suerte por otra del misma género musical. Hasta ese punto la onda seguía el mismo rumbo que el resto del mundo, con la década de relay que caracteriza la aparición de las novedades en el remoto rincón sudamericano. En efecto, estaban los adictos simples y llanos, provenientes del alcohol o de sus íntimos fantasmas (como siempre), aunque la mayoría arribaba al esnifeo mediante un intento de reivindicación de un paso por la morfina. Llegaron los seventies y el aroma a yerba pobló calles y parques hasta que la más feroz dictadura, de las muchas que han salpicado la historia tiñó de sangre el país y redujo toda posibilidad de placer & esparcimiento al fondo de un pozo oscuro donde también se encontraba un walkman y una Kawasaki.

2. Aquellos chicos malos

Treinta años más tarde, la película Pizza, birra, faso (2) (Bruno Slagman e Israel Adrián Caetano, 1998) recluye el consumo porrero en el marco de la marginalidad junto con la comida chatarra (la otrora itálica pizza) y la cerveza, dieta básica de la adolescencia tardía, lumpen al carecer de inserción (o haber sido expulsada de la producción) laboral tras varios lustros de sistemática destrucción industrial y desguace del Estado. Film paradigmático en tanto espejo de la realidad social, desvía la atención de su objetivo principal colocando el caballo atrás del carro, según el artilugio de instalar -título mediante- los efectos en el lugar de las causas. Doblemente paradigmático entonces pues este desvío es asimismo marca registrada de la época menemista (3), típica en mirar el dedo cuando la Historia señala las estrellas. Tiempos que privilegiaban la cocaína por sobre la marihuana, quedaban colgados en la delincuentización de la pobreza, la demonización de la miseria y una tuerta miopía sobre la realidad. Como las grandes dicotomías nacionales (River vs. Boca, peronistas vs. gorilas, porteños vs. interior, etc) fue el momento de merca (4) vs. yerba. Una, dos, tres, muchas pavadas. En la Argentina real de la recuperada democracia (recuérdese que los militares hicieron una retirada táctica en 1983) las brisas cannábicas ya acariciaban todos los prados sociales, sin excepción. Impulsada desde el propio gobierno, la legislación fue endurecida hasta tal punto de castigar con años de prisión al módico portador de un humilde porrito, llenando las prisiones, raudamente superpobladas de peligrosos delincuentes y ramplones fumones. Lenguas siempre malintencionadas argumentaban que las medidas represivas tenían como correlato el fortalecimiento de los grandes narcos, la imposición de la cocaína y la por cierto masiva aparición de las drogas de diseño. Fue la década de la narcopolítica a ojos vista, nunca demostrada, siempre impune; con funcionarios enriquecidos de la noche a la mañana y pistas de aterrizaje fronterizas sin vigilancia alguna.

3. Todos, es decir, ninguno

Finalmente, en la actualidad, el tan autorreferencial cine argentino ostenta en algún cuadro a los personajes principales o secundarios disfrutando un porrito. Imposible situar una sola obra que represente al conjunto pues el fenómeno se halla omnipresente: es parte obligada de la retórica políticamente correcta, siempre y cuando esta práctica aparezca asociada a alguna reverenda gilipollez, ya sea oscilando hacia lo cómico, ora deslizándose a lo dramático. En este aspecto el tratamiento mediático guarda una notable similitud con el que se dispensa al mundo gay: compatible con las buenas costumbres, secreto a voces, visibilidad frivolizada, transgresión que jamás deja de cruzar por la senda peatonal, ni blanco ni negro, siempre teñido con una pizca bufonesca pero aún encuadrado en el lenguaje policial de la “drogadicción”, en la bizarra sociología de lo “anómalo”.

Con el siglo XXI proliferan las publicaciones especializadas, se habla de ello en la radio y en la tele, pululan los personajes mediáticos de ojos enrojecidos y lengua empastada, en fin, un pequeño circo que reitera el cliché de tomarse las cuestiones serias a risa, minimizando causas y argumentos hasta tornarlos innecesarios para una sociedad (aún más) ensimismada, frívola, banal. Mientras tanto, según estadísticas oficiales (siempre dudosas) al menos siete de cada cien argentinos en edad económicamente activa, fuma marihuana. Lo que hace la friolera de 1.200.000 personas distribuidas de la cordillera de Los Andes al océano Atlántico y de Ushuaia a La Quiaca. Las mismas fuentes indican que, notablemente, el porcentaje de población aficionada a la cocaína asciende al 2,5%, lo que equivale a 450.000 argentinos; es decir menos de la mitad respecto al porro.

Claro que los estudios desinteresados (fuera de la égida estatal) duplican esas cifras, lo que es comprensible en una región donde hay importantes productores (Colombia), algunos vecinos (Paraguay) y consumidores equivalentes (Brasil, Chile, Uruguay). No obstante, quien deambule por alguna gran ciudad fuera del perímetro financiero tendrá oportunidad de percibir ese suave, conocido aroma casi a cada vuelta de esquina, en barrios populares o pijos, es igual. En sectores medios para arriba han proliferado los cultivos caseros para consumo doméstico, tanto destinados a suplirse de una materia prima de mejor calidad como para desalentar el abuso en el peso y en la excelencia a que son proclives las bocas de expendio clandestinas. Especialmente durante el verano las ciudades quedan prácticamente desabastecidas, con precios exorbitantes y cuestionable excelencia, dado que el stock se deriva hacia los centros vacacionales.

Producto de esparcimiento individual, social y cotidiano, constituye una realidad que las autoridades comienzan a dejar de pasar por alto al tiempo que procuran quitar del ámbito de control policial. A no engañarse, pues tampoco se trata de realismo crítico y menos que menos de un giro ideológico profundo por parte del establishment. El tan pragmático Estado se ha percatado que la política actual es un pésimo negocio: cada causa penal abierta al pobre tipo que lo encuentran con un porrito le cuesta al erario público unos u$s 3.000 y se abren cerca de 12.000 al año por este motivo. Junto con las acciones destinadas a combatir las drogas pesadas, suman aproximadamente u$s 3.600.000 que en tiempos de crisis bien se pueden derivar a problemáticas más acuciantes, cuando no deslizadas al peaje de funcionarios, al que son tan proclives los políticos profesionales por estas pampas chatas.

4. Hoy: un buen día para plantarse

Con pies de plomo avanzan las medidas a adoptar, más en el territorio del rumor, del globo de ensayo que de la efectivización. Por un lado, la mismísima Corte Suprema de Justicia ha dejado colar la versión de que antes de la mitad del 2009 producirá una acordada en relación a un caso testigo, proclamando la no punibilidad del consumo personal. Por otra parte, desde el Poder Ejecutivo, el ministro del Interior se ha manifestado como impulsor de una nueva Ley de Drogas que incorpore la despenalización también del consumo individual. El basamento jurídico para ello es poderoso ya que se sostiene en el artículo 19 de la Constitución Nacional que, para la ocasión viene perfecto pues queda bien con el Cielo y con el Infierno (vaya a saber cómo cada quién los instale): “Las acciones privadas de los hombres que de ningún modo ofendan al orden y a la moral pública, ni perjudiquen a un tercero, están sólo reservadas a Dios, y exentas de la autoridad de los magistrados”. En la realidad de los papeles nada existe en concreto ya que el presunto proyecto ministerialtampoco ha sido presentado aún, hasta tal punto que las fuentes legislativas dudan de su existencia. Efectivamente, se presentó en el mes de agosto de 2008 un informe elaborado por un comité/consejo asesor, inspirado en algunas encuestas reservadas que serían la base sobre la cual se elaboraría el proyecto. A partir de esos informes se han llevado adelante muchísimos debates y negociaciones. Al parecer uno de los coautores de un proyecto anterior, presentado por la diputada Diana Conti, es o fue colaborador del ministro Aníbal Fernández, por lo que el proyecto proveniente del Ejecutivo, de presentarse, podría no ser tan distinto. El mismo incluye avances significativos, el principal de los cuales consiste en despenalizar tanto la tenencia como el cultivo siempre y cuando la cantidad considerada “surja inequívocamente que ella está destinada a obtener estupefacientes para uso personal”. Luego, admite la implementación de tratamientos de desintoxicación -en un acápite que más se refiere a la adicción a drogas químicas- que se restringen a la solicitud del consumidor o “o cuando existiere peligro de que se dañe a sí mismo o a los demás”. Asimismo, el proyecto instruye a que el Juez “deberá distinguir entre el delincuente que hace uso indebido de estupefacientes y el adicto a dichas drogas que ingresa al delito, para que el tratamiento de rehabilitación en ambos casos, sea establecido en función de nivel de patología y del delito cometido, a los efectos de la orientación terapéutica más adecuada”. Un adelanto significativo en virtud de la legislación vigente, para la cual en ningún lugar se dice que consumir marihuana está prohibido, sino que ésta recae sobre la posesión. Trampa hecha Ley, presupone la sobrenatural hazaña de poder quemar un porro sin poseerlo, lo que viene habilitando a la policía a hacer lo que le venga en gana. Ambigüedades de la letra pequeña donde, si bien se quita el hábito del cadalso del Código Penal, hasta cierto punto deja abierta la instancia para que la interpretación oportunista sea capaz de continuar patologizándolo. Como se ve, las propuestas circulantes apestan, asemejándose a esos globos meteorológicos que van donde el viento los empuja mientras envían datos a su base terrestre; en este caso los políticos que orientarán sus propuestas según la oportunidad de un año electoral les dicte, según la ética que suple los principios por las encuestas de opinión.

Cabe recordar entonces lo que apunta la especialista Alicia Castilla (Buenos Aires, 1944) en su best seller vernáculo Cultura Cannabis, cuando encuadra el tema en tanto asunto de la polis, por cuanto la cannabis “sobrepasa el carácter de droga para convertirse continuamente en un enfrentamiento entre la lógica y lo establecido. El continuo debate sobre su despenalización trasciende las referencias de lo que es saludable y lo que es nocivo para convertirse, en realidad, en una discusión sobre del derecho de los poderes establecidos a decidir, por motivos políticos o económicos, qué es bueno y qué no lo es. Se trata de un debate sobre la libertad individual para decidir y, si es necesario, para equivocarse“. En particular cuando persisten las frases dudosas (“…cuando las cantidades en juego sean inequívocamente para consumo personal…”, etc.) sin especificar gramaje, número de plantas o de cigarrillos; criterio que quedaría bajo la opción de policías y fiscales. Y ya se sabe qué sucede cuando queda en tales manos.

Tema de debate cultural más que problema legislativo (sin dejar de serlo), el de la cannabis abre un panorama que apenas se ha planteado y se amplía hacia las libertades individuales, los derechos civiles, la discriminación, su hermana la ignorancia, y el prejuicio. Dura batalla que en un bando encuentra a las fuerzas conservadoras -desde el alcalde de Buenos Aires y los gobernadores provinciales del Nacional Justicialismo, hasta la Iglesia Católica (la que bendecía a los militares que arrojaban prisioneros vivos al mar como “una forma cristiana de morir”), pasando por la prensa conservadora (es decir casi toda)- y en el restante, de creciente masividad aunque menor poder político, el resto de la población.

[1] Bandoneón, en lunfardo, el habla popular.
[2] Birra: cerveza. Faso: en general, cigarrillo; en particular, porro.
[3] Carlos Saúl Menem gobernó la Argentina durante una década, en los ´90, por el Partido Justicialista, herramienta política de un movimiento llamado Nacional Justicialista que fundara Juan Domingo Perón en 1945.
[4] Cocaína, en lunfardo.

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