En este artículo tratamos los efectos del cannabis sobre el rendimiento físico e intelectual. En la primera entrega presentamos una introducción filosófico-conceptual, con algunas notas culturales que esperamos sean del interés del lector. En las próximas ofreceremos un resumen de algunas de las investigaciones más conocidas e intentaremos sacar conclusiones

La objetividad y la ciencia

La objetividad –si es que existe en algún sitio– es la condición que permite que una idea sea independiente de quien la sostiene. Es objetivo lo que no reside en el sujeto, y en consecuencia depende sólo del objeto; sería un fiel reflejo de éste, sin nada subjetivo, sinónimo de realidad (realidad objetiva) y de certeza en epistemología1.  Es difícil hablar objetivamente sobre los efectos –positivos o negativos– del cannabis, porque en este –y en otros muchos asuntos relacionados– hay intereses y factores emocionales por medio. Solemos partir de una postura personal determinada, en este caso de una posición prohibicionista o antiprohibicionista, que tiende a condicionar nuestras ideas sobre los beneficios e inconvenientes del consumo de sustancias psicoactivas. Todos tenemos opiniones preconcebidas y no fundamentadas racionalmente. Ateniéndonos a ellas, de los hechos que nos ofrece la realidad, sólo tenemos en cuenta los que confirman nuestras expectativas; los que las contradicen son ignorados de una u otra forma. Por ejemplo, quien cree que las drogas son perjudiciales no hace caso de las investigaciones que describen las propiedades terapéuticas del cannabis; si tiene que llegar al extremo –doloroso para él, sin duda– de aceptar su utilidad, lo clasificará como caso excepcional, válido sólo para situaciones puntuales, y con ello salvará así sus convicciones más arraigadas. En el extremo contrario, el usuario habitual a veces cae en el error de pensar que las drogas nunca pueden hacer daño, sin importar la dosis. Es más fácil tergiversar los hechos reales o no hacerles caso que cambiar nuestra opinión: cualquier cosa antes que vernos obligados a cambiar las propias creencias, las cuales llegan a formar parte de la esencia de cada persona. Para ilustrar lo complicado que resulta alcanzar la objetividad absoluta, permítanme una introducción. En términos generales, los pensadores de la Antigüedad y la Edad Media2 pretendían captar objetivamente la esencia del mundo cuando describían la realidad, demostrando así la ingenuidad epistemológica de sus teorías, aunque no simplicidad ni desacierto, ya que muchos de ellos hicieron importantes aportaciones históricas. Después, la revolución científica y filosófica de los siglos XVI y XVII3 –con Descartes y Bacon como principales representantes, el primero del bando racionalista y el segundo del empirista– supuso el despegue de la física y la astronomía, con lo que la pura especulación fue siendo sustituida por la observación, la experimentación y el método hipotético-deductivo. No obstante, a pesar de esta mayor base empírica en comparación con sus antecesores, también los científicos de los siglos XVI al XIX creían que –si se atenían al método establecido– podían lograr una imagen exacta de la realidad, y por eso la objetividad fue uno de los ideales de la ciencia clásica. Sin embargo, esta concepción ya ha sido abandonada por las teorías físicas contemporáneas –la cuántica y la de la relatividad–, y demolida por la filosofía “seria” de la Nueva Era, con el físico-filósofo-ecologista Fritjof Capra4 al frente (dejamos a un lado a los charlatanes que han proliferado a la sombra de esta corriente). La realidad existe –sin duda, a no ser para espiritualistas radicales y personas que hayan visto Matrix demasiadas veces–, está ahí fuera de nosotros y tiene una estructura y unos procesos determinados; pero la aprehendemos con nuestro entendimiento, a partir de los datos que nos ofrecen nuestros sentidos y desde nuestra subjetividad, con todos los filtros –conscientes e inconscientes– que ello supone. No hay conocimiento objetivo, no hay certeza absoluta, no hay captación inocente y no-cribada de la realidad, ni siquiera en la ciencia más rigurosa, porque incluso en el experimento el investigador actúa sobre el objeto que está estudiando e influye en él, tal como prueban la mecánica cuántica y el principio de incertidumbre/indeterminación de Heisenberg5. Y no hablemos ya de las disciplinas humanísticas, las ciencias sociales, donde el observador es juez y parte.  

Los pre-juicios

 Pasando a un nivel más mundano y menos abstracto, tendemos a pensar que, en cualquier asunto, primero nos documentamos y después elegimos una alternativa con conocimiento de causa. Por el contrario, en realidad la opinión y el prejuicio suelen ser anteriores: absorbemos e internalizamos ideas del entorno, de la educación recibida –o bien adoptamos posturas contrarias por oposición a lo que nos enseñaron, a la tradición–, y sólo después da comienzo el proceso de información, que suele ser racionalizador (no racional), para defender nuestra postura y justificarla. Decía Walter Lippman6, pionero en el tratamiento de los estereotipos, que tenemos en nuestra mente una serie de imágenes, preconcepciones construidas y a veces poco fieles a la realidad, que se interponen entre nosotros y el mundo e influyen en nuestras percepciones, de forma que “en la mayoría de los casos no vemos primero y definimos después, sino que primero definimos y luego vemos”. Esos estereotipos, prejuicios, opiniones preconcebidas –o como queramos llamarlos– nos sirven, gracias a la categorización que ofrecen, para captar la realidad de manera más económica y simple, sin tener que andar continuamente interpretando y asimilando lo que percibimos. Sin embargo, hay que pagar un alto precio a cambio, una inevitable deformación de todo lo que nos rodea. Volviendo a los científicos, éstos no son fríos analistas que investigan en asépticos laboratorios con sujetos experimentales; o al menos no son sólo eso, sino personas con ideas y valores que proyectan –voluntaria o involuntariamente– sobre sus trabajos, igual que cualquier hijo de vecino. Y eso mismo sucede con los estudios sobre los efectos del cannabis que expondremos a continuación. La ciencia objetiva es un ideal inalcanzable, posible si quienes la hacen fueran al mismo tiempo máquinas (sin sentimientos) y dioses (para captar todo el universo de un vistazo). Además, el científico suele ayudarse de su intuición y no parte de la simple observación de los hechos. Por este motivo la intuición y la especulación juegan un importante papel en las teorías, y el trabajo empírico es la nota predominante sólo cuando se trata de confirmar lo que antes han creado con su intelecto.    

La investigación científica

 La objetividad no está ausente sólo en el proceso de investigación, sino que, pasando al ámbito de las teorías ya elaboradas, ninguna de ellas es definitiva. No se puede alcanzar la certeza absoluta (porque, ¿es acaso viable la confirmación universal de una ley, para todos los casos pasados, presentes y futuros?), y cualquier “verdad” se acepta sólo transitoriamente, mientras los hechos no demuestren lo contrario. Siguiendo el principio de falsabilidad de Popper7, una ley es científica si puede ser falsada –demolida, derribada– en algún momento; si no es posible ponerla a prueba entonces pertenece a otro dominio de la cultura (religión, creencias, etc), pero no a la ciencia. Se acepta mientras no se demuestre su falsedad, pero se debe rechazar en cuanto surjan pruebas en su contra. Sin embargo, frente a este ideal, ya sabemos que, cuando refutan nuestras hipótesis –como humanos que somos, con toda la vanidad y soberbia que nuestra condición conlleva–, en lugar de rechazar lo que tanto nos ha costado construir, ponemos pequeños parches que tapen los agujeros originados cuando un hecho empírico contradice nuestra tesis. Es lo que se denomina “teorías ad hoc”, pequeños remiendos para no vernos obligados a abandonar la teoría principal y a construir otra desde el principio, lo cual conllevaría mucho trabajo echado a perder y demostraría nuestra ignorancia sobre aquello que pretendíamos conocer. Pensemos, por ejemplo, en el geocentrismo y el heliocentrismo. Aunque ya en la Antigüedad algunos astrónomos (Filolao y Aristarco de Samos) afirmaban que el Sol está en el centro (heliocentrismo), desde la sistematización realizada por Ptolomeo –partiendo del maestro Aristóteles–, se aceptó la teoría geocéntrica (la Tierra está en el centro, inmóvil, y todos los astros giran alrededor) que, dicho sea de paso, concuerda con la experiencia inmediata, la del día a día, porque a todos nos parece que el suelo está bien firme y que no viajamos a gran velocidad por el espacio estelar. A pesar de que a lo largo de los siglos surgieron datos en contra, el geocentrismo no se abandonó y fue acumulando un parche tras otro, hasta que en los tiempos de Copérnico, en lugar de teoría, parecía una chaqueta llena de recosidos. Otro factor a tener en cuenta en lo que estamos diciendo es que, cuando la comunidad científica adoptó el heliocentrismo, no fue porque estuviera demostrado, sino porque era más simple que la teoría rival, que había llegado a complicar demasiado los cálculos astronómicos.  

Prohibicionismo y normalización 

Entrando en la materia que más interesa a los lectores de esta revista y dejando a un lado el discurso filosófico-científico, algo parecido sucede con el consumo de sustancias psicoactivas: la objetividad es poco frecuente, y menos aún la enmienda de los propios errores si se trata de creencias que vienen de antiguo. Se trata de un fenómeno común no sólo entre individuos, sino también en los estamentos oficiales: por mucho que ven que la prohibición es inútil e incluso contraproducente, no cejan en su empeño y vuelven a la carga, una y otra vez, con su persecución y sus campañas anti-droga, como si se pudiera estar en contra de inocentes plantas y fármacos, como si fueran temibles adversarios con voluntad propia y maléficas intenciones; dan vida a entidades que no la tienen y caen en un antropomorfismo que causa la risa de cualquier persona sensata. Y prosiguen la apelación al miedo, el control de los medios de comunicación, los policías de paisano que vigilan los alrededores de los centros educativos, y los “periodistas de investigación” armados de cámaras ocultas, siempre a la caza de un titular sensacionalista que impacte en la opinión pública. Sabemos bien que tanta parafernalia obedece a motivos económicos (los intereses de los que comercian con drogas legales y de quienes no recaudan por la venta de las proscritas) y de control de las conciencias, ya que el poder no puede tolerar que los ciudadanos piensen por sí mismos ni que elijan alternativas de ocio, desarrollo y conocimiento distintas a las oficiales. En relación con lo que decíamos antes, la objetividad no existe; y añadimos ahora: si hay intereses políticos y económicos por medio, menos aún. Pero esto no quiere decir que sea cierto el extremo contrario, el que postula que todo es relativo y que cualquier criterio es defendible. Oímos hasta la saciedad la frase “es mi opinión, y por tanto hay que respetarla”, esa postura relativista que tanto beneficia a quienes pescan en río revuelto y a los que, siendo ignorantes, quieren saber de todo aprovechando que no hay nada establecido. Afortunadamente, aunque no podamos alcanzar la certeza absoluta, hay opiniones más fundamentadas que otras. Por eso, intentando superar nuestra postura personal en la medida de lo posible, en la siguiente entrega de este artículo revisaremos varios estudios sobre los efectos –positivos y negativos– del cannabis, para poder decidir con más conocimiento de causa, sin olvidar que los investigadores son personas, con su escala de valores, sus creencias, sus filias y fobias. Por si sirve de algo, mencionaré que, aunque decidido antiprohibicionista –defensor de la normalización, diría Escohotado8–, mi especialidad son las drogas inteligentes9 y del rendimiento (intelectual y físico), lo cual me permite cierta distancia por no estar implicado en cuestiones concernientes a las sustancias psicoactivas clásicas. No lograré ser objetivo –¿acaso alguien puede serlo?–, pero al menos intentaré no convertirme en un secuaz de ninguno de los dos bandos. 


1 Diccionario de la Lengua Española, versión electrónica

  Diccionario de Filosofía de José Ferrater Mora, Alianza Editorial.

2 Gomperz, Theodor. Pensadores griegos.Editorial Gredos

  Gilson, Etienne. La filosofía de la Edad Media Editorial Gredos.

3 Mason. S. F. Historia de la ciencia. Alianza Editorial.

4 Capra, Fritjof. El tao de la Física, Luis Cárcamo editor. El punto crucial, Integral Ed. Sabiduría insólita, Editorial Kairós. Pertenecer al universo, Editorial EDAF. La trama de la vida, Editorial Anagrama. Las conexiones ocultas, Editorial Anagrama.

5 Clemente de la Torre, Alberto. Física cuántica para filósofos. Breviarios de Ciencia Contemporánea, Buenos Aires, 1992.

6 Lippman, Walter. Public opinion. Simon & Schuster 1922. Existe edición digital en la dirección http://xroads.virginia.edu/~Hyper2/CDFinal/Lippman/contents.html.

   Hay versiones en castellano poco divulgadas: La opinión pública, Buenos Aires: Compañía Fabril Editora, 1964 y La opinión pública,Cuadernos de Langre, 2003.

7 Popper, Karl. La lógica de la investigación científica. Editorial Tecnos.

8 Escohotado, Antonio, Historia General de las Drogas, Espasa Calpe y Aprendiendo de las drogas, Editorial Anagrama.

9 Ruiz Franco, Juan Carlos. Drogas Inteligentes. Editorial Paidotribo.

Acerca del autor

Muchos años luchando en la sombra para que el cannabis florezca al sol.