Por José Carlos Bouso

En los últimos años ha ido ganando terreno una nueva disciplina científica conocida como “neurociencia afectiva”, en oposición –o más bien complemento- a la clásica “neurociencia cognitiva”. Si la neurociencia cognitiva se ocupa de estudiar cuáles son los mecanismos biológicos subyacentes y las conductas resultantes del procesamiento mental de la información (por ejemplo, de los procesos cognitivos básicos como percepción, atención y memoria, o de otros más complejos como son los conocidos como funciones ejecutivas); por su parte, la neurociencia afectiva haría lo propio con las emociones. El procesamiento afectivo es esencial en la conducta humana. Todas nuestras acciones y decisiones, por muy frías y extremadamente calculadas que queramos que sean, necesariamente se producen en un contexto emocional, por lo que todos los procesos cognitivos y racionales se encuentran coloreados por nuestro estado de ánimo. A la inversa, los factores cognitivos también modulan de manera crítica las respuestas afectivas; un ejemplo obvio de esto son los efectos del aprendizaje en las emociones morales y sociales.

Antonio Damasio, en su libro El error de Descartes, popularizó esta idea, que ya llevaba años circulando entre la comunidad científica en forma de evidencia: las emociones y los sentimientos son más importantes que el pensamiento lógico en la conducta humana, sobre todo y fundamentalmente en los procesos de toma de decisiones.

Durante los últimos 15 años han proliferado las investigaciones que se han ocupado de explorar el procesamiento afectivo y las interacciones entre las emociones y la cognición. La generalización de las tecnologías de neuroimagen está además permitiendo observar el cerebro “en directo” mientras realiza este tipo de procesamientos. Por último, el conocer mejor los mecanismos biológicos subyacentes a los procesos afectivos y a las reacciones emocionales permite a su vez comprender mejor qué procesos pueden estar viéndose alterados en personas con trastornos afectivos, por ejemplo, los trastornos del estado de ánimo como la depresión; u otro tipo de trastornos relacionados con el procesamiento emocional de la información, como son los trastornos de ansiedad, entre los que se encuentran el trastorno de ansiedad generalizado o el trastorno por estrés postraumático.

Existen algunos paradigmas, o tecnologías, específicos para medir y evaluar precisamente lo que en neurociencias se llama “Cognición Afectiva”, que operacionalmente se define como la interfaz en la que la emoción y la cognición se integran para generar comportamientos, que incluyen un número importante de subprocesos. Así, por ejemplo, el reconocimiento de la valencia emocional (si algo es agradable o desagradable) es vital para muchas tareas. También es muy importante en el funcionamiento cotidiano el poder etiquetar o categorizar las expresiones emocionales de los otros. De este modo, la neurociencia emocional utiliza una serie de tareas en las que se presentan a los voluntarios de los experimentos imágenes con fotografías de contenido emocional o fotografías de caras expresando emociones y se pide que se categorice, o se mide el registro del electroencefalograma o también se mira la respuesta en imágenes recogidas mediante resonancia magnética, por ejemplo. También se trata de saber si el reconocimiento o la categorización emocional de un determinado estímulo se trata de un proceso sensorial, atencional o cognitivo. Esto, que puede parecer superfluo, no lo es tanto, ya que, dependiendo del proceso psicológico en el que se adscriba, nos dirá mucho acerca de su valor biológico de cara a la supervivencia. Por último, los neurocientíficos emocionales también han diseñado tareas en las que los voluntarios tienen que tomar decisiones más relacionadas con la ética o con la moral (decisiones morales), de tal forma que podamos también entender mejor cómo nuestro cerebro procesa las decisiones que se toman teniendo en cuenta condicionantes éticos, y cuáles -si es que las hay- son las bases biológicas tanto de los condicionantes como de los procesos de toma de decisión.

Si en los últimos 15 años la neurociencia afectiva ha ido consolidándose como disciplina científica explorando los diferentes subcomponentes subyacentes implicados en el procesamiento de las emociones humanas, en los últimos 2 ó 3 años también está habiendo un interés creciente por entender cómo las drogas afectan a dicho procesamiento. Tradicionalmente, el estudio de los efectos agudos de las drogas se ha centrado en entender qué aspectos cognitivos alteraba. Es decir, si las drogas, por ejemplo, ralentizan los tiempos de reacción, si producen déficits en la memoria de trabajo, si en pruebas de atención sostenida dificultan la concentración, o si en pruebas de funciones ejecutivas dificultan, por ejemplo, la flexibilidad de la conducta o por el contrario la rigidizan.

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De los estudios cognitivos que se han realizado o se están realizando con alucinógenos nos ocuparemos en el artículo próximo. Veremos a continuación qué estudios hay hoy día de neurociencia afectiva que nos permitan comprender mejor lo de siempre: por un lado, cómo afectan determinadas drogas al procesamiento emocional, y por otro, cómo entendiendo la forma en que se producen estas alteraciones emocionales, comprenderemos mejor las áreas cerebrales encargadas de procesas dichos fenómenos emocionales, y así comprender mejor cómo funciona nuestro cerebro; en este caso qué áreas cerebrales y qué procesos neuronales están implicados en qué conductas emocionales. Nos centraremos, como siempre, en las drogas que más nos interesan: los alucinógenos y los entactógenos/empatógenos.

El primer estudio de este tipo evaluó los efectos de la MDMA sobre la conducta prosocial y la identificación de estados emocionales en los otros[1]. A un grupo de 21 voluntarios se le administró, por vía oral, 0,75 mg/kg de MDMA; 1,5 mg/kg de MDMA; 20 mg de metanfetamina y un placebo, en 4 sesiones separadas por un intervalo de siete días. Los tratamientos fueron aleatorizados, de tal forma que cada sujeto recibió en días distintos cada uno de los fármacos. Los fármacos se administraron también en forma de doble ciego, de tal forma que ni investigadores ni sujetos conocían qué estaba tomando cada voluntario en cada sesión. Los voluntarios tenían que puntuar en una Escala Analógica Visual (EAV) -de las que ya hemos explicado en artículos previos- el grado de acción sobre efectos como “estimulado”, “aburrido”, “solitario”, “sociable”, “confuso”, etc. También se les pasó una prueba de reconocimiento afectivo facial y otra de reconocimiento afectivo auditivo. En la primera de estas pruebas, a los sujetos se les presentaban fotografías de caras expresando cuatro emociones básicas: ira, miedo, alegría y tristeza. Cada imagen se presentaba partiendo de una emoción neutra, y la forma iba cambiando a intervalos de un 10%, hasta alcanzar la emoción final completa. También se administró una prueba especialmente diseñada para detectar estados emocionales en los otros, conocida como “Test de Leer la Mente en los Ojos”. “Leer la mente en los ojos” es una tarea que hacemos continuamente. Como seres sociales, nuestra supervivencia depende de ser capaces de atribuir estados emocionales a los demás, así como de “adivinar” sus intenciones. Estos procesos son los que en psicología se conocen como “teoría de la mente”. La “teoría de la mente” es precisamente esa capacidad que tenemos los humanos para “leer” la mente de otras personas, para saber que son seres humanos como nosotros, dotados de sentimientos, emociones e intenciones, como nosotros. La teoría de la mente quedaría representada por la expresión “yo sé que tú sabes que yo sé”. Las miradas de complicidad, el conmovernos viendo una obra de teatro o una buena película, o el emocionarnos viendo a otra persona llorar -en definitiva, el “sentir con”- es un producto más de esa capacidad de poder entender que los demás somos nosotros. La teoría de la mente es un proceso cognitivo que queda dañado cuando se padecen algunas enfermedades mentales, como ocurre con la esquizofrenia, y es la base para trastornos graves del desarrollo, como son los trastornos del espectro autista. De hecho, precisamente el “Test de Leer la Mente en los Ojos” fue específicamente diseñado para evaluar la gravedad de la enfermedad en personas con trastorno del espectro autista. Es una prueba que se compone de 36 imágenes solamente de la mirada de personas, y los sujetos deben elegir una emoción de entre las 4 que se ofrecen que mejor crean que se corresponde con la emoción expresada en la mirada[2].

En este estudio se encontraron varios resultados interesantes. Como era de esperar, la MDMA a dosis de 1,5 mg/kg aumentó significativamente, en comparación con los otros tratamientos, las puntuaciones en las escalas de “amoroso” y “amigable”. Pero lo más interesante de todo es que esa misma dosis de 1,5 mg/kg de MDMA redujo de manera robusta el reconocimiento de expresiones emocionales temerosas, sin modificar el reconocimiento de otras emocionales faciales ni vocales. La implicación de este hallazgo es reveladora: la MDMA se ha considerado siempre una droga prosocial porque facilita la comunicación entre las personas y disuelve la ansiedad social. Este estudio vendría a revelar que ese proceso estaría mediado por un efecto específico de la MDMA sobre el reconocimiento de emociones negativas en los otros. Esto es, un decremento en la habilidad para identificar emociones negativas en los demás, particularmente señales amenazantes como las que se corresponderían con la expresión de miedo, podría ser la explicación a ese efecto prosocial propio de la MDMA.

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Fue interesante también encontrar que con los 20 mg de metanfetamina los voluntarios también puntuaron significativamente alto en la escala de sociabilidad, no diferenciándose de la dosis de 1,5 mg/kg de MDMA, puntuando a su vez los sujetos en “soledad” con la dosis de 0,75 mg/kg de MDMA. En este estudio en concreto, los sujetos no fueron más hábiles a la hora de reconocer emociones mediante la lectura de ojos, en ninguna de las condiciones activas respecto al placebo.

En este mismo estudio, aunque publicado en otro artículo, este mismo grupo de investigación utilizó técnicas de neuroimagen para estudiar la respuesta neuronal subyacente a estos peculiares efectos de la MDMA sobre el reconocimiento de las emociones[3]. Se vio que la dosis de 1,5 mg/kg de MDMA atenuó la respuesta de la amígdala ante caras de enfado y aumentó la actividad del estriado en respuesta a expresiones de felicidad. La amígdala es la estructura que se activa cuando la persona se siente potencialmente amenazada, y el estriado la que se activa cuando la persona experimenta una recompensa placentera. El hecho de que la amígdala no se active cuando la persona percibe caras amenazantes, y de que el estriado se active cuando ve caras de felicidad, está indicando un sesgo claro en cuanto al efecto de la MDMA sobre el reconocimiento de emociones: de nuevo “incapacita” a la persona para percibir emociones negativas en el otro, mientras que potencia el placer que se obtiene de la recompensa social; esto es, del mero hecho de disfrutar de estados positivos con otras personas.

Este estudio no sólo demuestra cómo bajo los efectos de la MDMA las personas se sienten felices hablando con otras personas, todas ellas sonriendo con la cara de felicidad típica del smiley extasiado (J), sino que aporta la explicación neurobiológica subyacente a ese peculiar efecto.

Un último estudio ha profundizado en el “Test de Leer la Mente en los Ojos”, aplicándolo de nuevo, pero en esta ocasión a un grupo mayor de voluntarios. Para poder encontrar resultados en variables psicológicas es necesario tener una muestra de sujetos de estudios muy amplia. Muchas veces, la ausencia de resultados no implica ausencia de efectos, sino simplemente que no se ha evaluado a una muestra lo suficientemente amplia como para poder encontrar dichos efectos. Esta vez sí se encontraron efectos en este test. 125 mg de MDMA, administrados a 48 sujetos (24 hombres y 24 mujeres), afectaron diferencialmente del placebo la precisión para decodificar estados mentales: aumentó la capacidad de decodificación de estímulos positivos (por ejemplo, imágenes de ojos expresando amigabilidad) y perjudicó la de decodificar estados mentales negativos (por ejemplo, hostilidad). No hubo diferencias entre la MDMA y el placebo en la decodificación de estímulos neutros[4].

En el próximo artículo explicaremos cómo afecta la psilocibina, un alucinógeno clásico, en el rendimiento de estas pruebas, así como en otras de carácter más cognitivo.


[1] http://www.ncbi.nlm.nih.gov/pmc/articles/PMC2997873/

[2] Algunos ejemplos de este test se pueden encontrar aquí: http://www.romankrznaric.com/outrospection/2010/01/30/359

[3] http://www.ncbi.nlm.nih.gov/pmc/articles/PMC3328967/

[4] http://www.ncbi.nlm.nih.gov/pubmed/22277989

Acerca del autor

Jose Carlos Bouso
José Carlos Bouso es psicólogo clínico y doctor en Farmacología. Es director científico de ICEERS, donde coordina estudios sobre los beneficios potenciales de las plantas psicoactivas, principalmente el cannabis, la ayahuasca y la ibogaína.