Comenzamos a ofrecer en la edición digital de Cannabis Magazine una serie de artículos sobre el dopaje en el deporte que se publicaron hace tiempo en la revista impresa. Con ellos esperamos contribuir a desvelar los misterios que rodean a este tema.

Pioneros de la coca y la cocaína

Drogas en el deporte. Nandrolona, testosterona, estimulantes, EPO, hormona del crecimiento… ¿Quién no ha oído algo sobre doping? Los que tenemos cierta edad recordamos aquellos emocionantes Juegos Olímpicos de Seúl, año 1988, cuando Ben Johnson vencía en la carrera de 100 metros lisos, por delante del mítico Carl Lewis. Un par de días después, para sorpresa de los aficionados, el control antidopaje revelaba que Big Ben había consumido estanozolol, un anabolizante que aumenta la masa muscular, la fuerza y la potencia. El mundo quedó conmocionado al saber que uno de los mejores atletas de todos los tiempos tomaba drogas, que había aumentado su masa muscular visiblemente. Por cierto, la musculatura de Carl Lewis no estaba mal, aunque menos voluminosa que la de su rival; los rumores y ese prognatismo en la mandíbula apuntaban a que consumía hormona del crecimiento, indetectable por aquella época.

No menos escandaloso fue el Tour de Francia 1998, en el cual todo el equipo Festina, asistentes incluidos, fue acusado de consumo, posesión y administración de fármacos prohibidos, y expulsado de la competición. El ciclismo, deporte exigente donde los haya -sobre todo en las grandes carreras de tres semanas: Tour de Francia, Giro de Italia y Vuelta a España-, siempre había estado bajo sospecha, pero desde aquel momento no ha dejado de recibir acusaciones de prácticas de dopaje.

Más recientemente, a comienzos del año 2004, Heidi Krieger, ex-atleta de la antigua República Democrática de Alemania en los ochenta, revelaba, en una entrevista concedida al New York Times, que había cambiado de sexo -con intervención quirúrgica y nuevo nombre incluidos- debido a los andrógenos que le habían obligado a tomar durante sus años de actividad deportiva. El transexuado Andreas Krieger relató al mundo su metamorfosis de mujer a hombre por culpa del Oral Turinabol, el fármaco en forma de comprimidos azules que le suministraban. En las fotografías de los artículos podíamos ver su tamaño corporal, su vello facial, y nos enterábamos de que se había casado con una ex-nadadora llamada Ute Winter, también conejillo de indias de la política deportiva de la RDA.

Además de estos sonados escándalos, los medios hablan sobre temas algo menos sensacionalistas como los esteroides que pululan por los gimnasios, el clenbuterol, la biggerexia, el caso Marco Pantani… Buena parte de la información que nos ofrecen periódicos, radio, Internet y televisión se dedica al deporte; y el fútbol, deporte rey, omnipresente en nuestra sociedad, se lleva la mayor parte. Le siguen el baloncesto, el tenis, el ciclismo, el automovilismo y otros en los que eventualmente destaque algún representante de nuestro país. En medio de tanta noticia deportiva, de vez en cuando dedican unas líneas o un par de minutos a tratar algún caso de dopaje, un atleta que ha dado positivo en un control o detenciones por posesión y tráfico de sustancias prohibidas. Esta costumbre de incluir algún reportaje sobre doping entre tantos minutos de noticias deportivas y tantos artículos acerca de triunfos, marcas y proezas, se corresponde con la imagen que del deporte se pretende dar a la opinión pública: un espectáculo respetable y limpio de drogas en el que, con cierta frecuencia, surge alguna oveja descarriada que no cumple las reglas del juego y que es sancionada como se merece. Se desea así mostrar a la sociedad que la mayoría de los practicantes juega limpio y que los tramposos son pillados y sancionados en cuanto se atreven a violar las normas. Estoy seguro de que este discurso resulta familiar a los lectores: una sociedad libre de drogas, donde sólo los marginales las consumen y la gente de bien toma medidas para eliminar el problema.

Sin embargo, la realidad es bien distinta. Quienes conocen este mundillo saben que en cualquier deporte profesional con un mínimo de requerimientos físicos y dinero en juego, casi todos los profesionales toman sustancias para mejorar el rendimiento. Y no sólo en actividades que requieran resistencia, sino también en aquéllas donde sea importante la velocidad, la fuerza, la potencia (sprints, gimnasia, halterofilia, lanzamiento…), e incluso en las de precisión y habilidad, como por ejemplo las diversas modalidades de tiro, donde la administración de betabloqueantes facilita que no tiemble el pulso. Lo que nos presentan los medios es una visión parcial, y los pocos casos de dopaje que nos dan a conocer no son más que la punta del iceberg porque, en realidad, el consumo de drogas es una práctica habitual en todo el deporte profesional y en gran parte del amateur.

Las drogas del rendimiento

Según la definición clásica que todos conocemos, droga es aquella sustancia que no se integra en el organismo, sino que origina cierta alteración en él. Los alimentos, en cambio, son asimilados: los carbohidratos y grasas para obtener energía, las proteínas para construir tejidos, las vitaminas para catalizar ciertos procesos bioquímicos, etc.

Cualquier clasificación, en la medida en que intenta imponer un filtro al mundo, es una deformación impuesta por nuestra mente, categorías del Pensar que se proyectan sobre el Ser. No obstante, aunque suponga forzar la realidad, a efectos prácticos soy partidario de dividir las drogas en psicoactivas y drogas del rendimiento, si bien algunas encajan en los dos grupos (por ejemplo, las anfetaminas estimulan y aumentan la ejecución física e intelectual, pero también tienen un uso recreacional bien conocido). Esta clasificación nos indica con qué propósito se consumen: lúdico, de conocimiento o evasión, por un lado; o para incrementar el rendimiento, por otro. Los más puristas, si lo desean, pueden tomar esto no como un intento de categorizar, sino como los dos usos que de las drogas existen: el recreacional y el ergogénico. Este término procede del griego (ergos = trabajo) y significa “que genera trabajo, que ayuda al esfuerzo, al rendimiento”. Lo contrario es “ergolítico”, que se refiere a toda sustancia que disminuye el rendimiento.

Personalmente, mi relación con ciertos sectores me lleva a escribir sobre esta segunda vertiente de las drogas. En nuestro país contamos con bastantes -y muy buenos- autores que se ocupan de las sustancias psicoactivas clásicas, pero muy pocos abordan las ergogénicas desde una perspectiva global y trascendiendo lo meramente deportivo. Esta situación quizá sea un fiel reflejo de una mayor afición por las sustancias recreacionales, dado nuestro carácter más bien fiestero y hedonista, menos proclive al trabajo y al esfuerzo. A propósito de esto, en los ochenta fuimos testigos de un boom de los gimnasios y del culto al cuerpo, pero en los últimos años la tendencia se ha invertido; muchos centros deportivos han tenido que cerrar y la juventud es más sedentaria y obesa en términos generales.

¿Qué es el dopaje?

Empecemos por el aspecto lingüístico. Según el Diccionario de la Real Academia Española, es la acción y efecto de doparse, que consiste en la administración de fármacos y otras sustancias estimulantes para potenciar el rendimiento. Las autoridades deportivas consideran dopaje la detección de una sustancia prohibida, o de alguno de sus metabolitos o marcadores biológicos, en el organismo de un atleta. Si se trata de una sustancia restringida no se permite superar cierto nivel en el organismo. También se considera dopaje el uso de cualquier otra práctica o método para aumentar artificialmente el rendimiento, así como negarse a someterse a un control, a estar disponible para su realización, o hacer trampas en el momento de pasarlo, como por ejemplo llevar entre las piernas un recipiente de plástico con la orina de otra persona -para que no se note al presentarse ante el oficial deportivo- y después verterla en el sitio requerido.

Hace unos años se solía utilizar el anglicismo “doping”, pero últimamente se emplea más “dopaje”, reconocido por el Diccionario de la Real Academia Española aunque no pase de ser un galicismo un tanto castellanizado. En cuanto al origen del vocablo, “doping” procede de “dope”, sustantivo y verbo que se refieren a ciertas combinaciones de plantas con efectos eufóricos o alucinógenos y al acto de administrarlas. Conocer etimológicamente la procedencia de “dope” es algo más complicado, ya que los angloparlantes no cuentan con nada parecido a una academia de la lengua y, en consecuencia, el único recurso consiste en rastrear publicaciones y documentos del pasado. En este sentido, el diccionario Webster (http://www.websters-online-dictionary.org/) cita el año 1807 como fecha en que se utilizó la palabra por primera vez. Existen diversas propuestas etimológicas, y el lector que consulte en Internet podrá encontrar algunas muy curiosas. La más creíble es la que afirma que en la lengua de la tribu sudafricana de los kaffir se llamaba “dop” a una pócima estimulante que bebían durante sus ceremonias religiosas. Los boers habrían adoptado el término, el cual tomaron después los ingleses para referirse a las drogas que administraban a los caballos de carreras, y que más tarde pasaría al ámbito del deporte.

 

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