Se dice, se cuenta, se comenta que hay adolescentes que se drogan aspirando los gases emitidos por heces y orines tras haberlos sometido a un sencillo proceso de fermentación. ¿Será verdad? ¿Será mentira? ¿Qué será… será? Sigan ustedes leyendo y, muy pronto, lo sabrán.

Por Eduardo Hidalgo

Jenkem casero, cosecha del autor

 En el año 1995, Joe Chilaizya, un reputado periodista de Zambia, publicó un reportaje en el que informaba de los nuevos hábitos drogófilos de los “niños de la calle” de Lusaka (capital del mencionado Estado africano). El asunto en cuestión consistía en que los chavales se dedicaban a recoger excrementos humanos de las fosas sépticas, los introducían en botellas, que luego cubrían con una bolsa para, una vez haberlos dejado fermentar durante una semana, inhalar los gases resultantes.

« ¡Viejo, esto es más potente que la marihuana!», le decían al intrépido reportero.

¡Había nacido una nueva droga! “Jenkem”, según su denominación de origen; aroma o african coke en el argot callejero occidental. Es más, con ella había sido descubierta una nueva categoría de sustancias psicoactivas, que, siguiendo la clasificación de Lewin (Excitantia, Inhebrantia…), bien podría denominarse Excrementia.

Una droga de cuya existencia daría cuenta el mismísimo New York Times al mencionar, en 1998, que la ONG Fountain of Hope tambiénhabía detectado este fenómeno.

Noticia que, en 1999, vino a ser corroborada por Ishbel Matheson, corresponsal oficial del Este de África para la BBC; ganadora de diversos premios periodísticos; y actual directora de comunicación de la asociación Save the Children. Matheson afirmaba que el Jenkem era muy popular entre los miles de niños desamparados de Lusaka y aportaba el testimonio de alguno de ellos: «Con el pegamento, simplemente oigo voces en mi cabeza. Pero con el Jenkem tengo visiones, Veo a mi madre –que está muerta- y me olvido de los problemas de mi vida». Por último, la reportera daba la palabra a Nason Banda, de la Agencia Antidroga local, que declaraba lastimosamente que le llegaba «directamente al corazón ver a un ser humano rebajarse a ese nivel; siendo capaz de meter su mano en una fosa séptica para recoger la materia fecal sin importarle otra cosa más que cogerseun colocón».

Pasados tres años, Fountain of Hope atestiguaba que el Jenkem ocupaba el tercer lugar (después del cannabis y del pegamento) en cuanto a prevalencias de consumo entre los adolescentes de Lusaka; y cinco años después volvía a dar pábulo al tema emitiendo otro informe que incluía las declaraciones del Director del Ministerio de Deporte y Desarrollo de la Infancia y de la Juventud en Zambia, que venía a puntualizar que «inicialmente lo cogían de las fosas sépticas, pero ahora lo consiguen de cualquier parte».

Ese mismo año -el 2007- la noticia terminó por acaparar la atención mediática estadounidense, cuando un padre mostró su preocupación ante el director de un centro escolar de Florida al haber escuchado a su hijo hablar del Jenkem –droga sobre la cual llevaba tiempo debatiéndose en algunos foros de Internet, dándose el caso de que, en uno de ellos, un chaval de 13 años apodado Pickwick había publicado un trip report acompañado de fotografías en el que describía su experiencia con esta supuesta sustancia psicoactiva-. El director del colegio se ocupó de informar al sheriff del condado; y el sheriff, en razón de los testimonios del dire y de Pickwick, decidió incluir en el boletín interno de la policía una nota alertando de que «el Jenkem es una droga popular en las escuelas americanas».

Desde ese momento, la alarma se propagó como la pólvora, llegando, incluso, a dar pie a la promulgación de una ordenanza municipal en Bettendorf City (EE.UU) que establecía que «ninguna persona debe oler o inhalar con conocimiento de causa los vapores tóxicos, sintéticos u orgánicos, con el propósito de producir euforia, excitación, estupefacción o embotamiento del sistema nervioso».

La guerra contra las drogas daba, pues, un crucial paso al frente y se precipitaba definitivamente al abismo: ya no sólo se nos dictaba qué sustancias podíamos o no introducir en nuestro organismo por vía inhalada (partículas contaminantes producidas por los automóviles si; marihuana no) sino que, ahora, también se nos imponía los términos bajo los que podíamos inhalar o no las sustancias que de él salieran (ilícitos si la finalidad era hedonista-psicoactiva; lícitos si era de cualquier otro tipo). La guerra, en el plano teórico y estratégico quedaba, por tanto, sentenciada para siempre. De hecho, un portavoz de la DEA llegó a declarar que, tratándose de heces y orines, difícilmente podrían ser clasificados –e ilegalizados- como una droga. Y aun en el caso de que se hiciera tal cosa –añadimos nosotros- sería imposible llevarla a la práctica, en tanto en cuanto requeriría que un agente de policía nos acompañase al cuarto de baño cada vez que fuésemos a hacer nuestras necesidades y nos obligase a tirar de la cadena. Técnicamente impracticable. Los niños de la calle de Zambia acababan de demostrar que la guerra contra las drogas jamás podría ser ganada. La Cruzada, llevada hasta sus últimas consecuencias, estaba perdida. David había ganado a Goliat. ¡Aleluya!

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No obstante, el revuelo mediático continuó durante un tiempo, en el que periodistas y preventólogos se dedicaron a competir con los frikis y trolls de la red para ver quién la decía más gorda. Los primeros alertaban de los riesgos de padecer salmonella, hepatitis A, problemas gastrointestinales, daño cerebral e incluso de fallecer; a la vez que recomendaban a los padres que oliesen el aliento de sus hijos después de que hubieran salido de marcha. Los segundos colgaban videos paródicos en You-Tube o anunciaban que Bono –cantante de U2- era un adicto al Jenkem y que, por ello, últimamente había ganado unos cuantos kilos de peso, ya que, la african coke, al igual que otras drogas, creaba tolerancia, lo cual llevaba a los usuarios a comer cada vez más con la finalidad de aumentar el suministro de droga para propio consumo.

Al cabo de un tiempo, sin embargo, las noticias, las coñas y las alarmas fueron perdiendo fuerza hasta desaparecer del todo –o casi-. Mientras tanto, el celebérrimo Pickwick había confesado que sus experiencias con el Jenkem habían sido pura invención, hasta el punto de que la pretendida mezcla de heces y orina que aparecía en las fotos no era sino una combinación de agua, nocilla y harina. Esto, unido a la ausencia de otros testimonios verificables del consumo de esta sustancia en Norteamérica o en cualquier otra parte del mundo terminó por finiquitar la historia sentenciándola como un simple mito.

Así que, aquí mismo podríamos dar por terminado el artículo. Pero no lo vamos a hacer, por la sencilla razón de que, como señalan en Wikipedia, «ni la farmacología del Jenkem ni su farmacodinámica han sido descritas en una revista científica. Ninguna de las autoridades usuales sobre drogas se ha implicado en la investigación de este producto. Esto incluye al MAPS y a Erowid… que dictaminan que las historias sobre el Jenkem que han circulado en los medios americanos son, casi con absoluta certeza, el extraño resultado de un hoax».

Lo sentimos, pero no nos basta. No nos contentamos con meras suposiciones. Queremos saber la verdad, al menos parte de la verdad. Es decir, en realidad nos da igual si los chavales de Zambia se drogan con caca (que, dadas las condiciones en las que tienen que subsistir, nos parece lo de menos); y menos aún nos importa lo que puedan inhalar los teenagers gringos (que más mierda que en el McDollars no se van a meter). Por lo demás, en este sentido cualquier cosa nos parece posible. En tanto en cuanto, dado el concepto de higiene que impera en buena parte del continente africano, y dadas las prácticas ancestrales que tienen muchas tribus de utilizar excrementos animales (mezclados con productos minerales y vegetales) para construir sus viviendas o decorar su cuerpos, el hecho de que los niños de la calle inhalen Jenkem no nos resulta tan descabellado como en un principio pudiera parecer. Como tampoco nos resulta tan inconcebible que cuatro, cuatrocientos o cuatro mil adolescentes americanos se dediquen a hacer lo mismo, puesto que, los adolescentes, ustedes los saben bien, son capaces de hacer cualquier gilipollez; basta con que les resulte graciosa, y se da el caso de que los hay que cualquier cosa, por muy estúpida y aberrante que sea, les resulta enormemente graciosa.

Sea como fuere, en estos momentos no tenemos oportunidad de viajar al Yanki o a Zambia para comprobarlo de primera mano, de modo que daremos crédito a los entendidos en la materia y entenderemos que el asunto no es más que un bulo. Ahora bien, lo que si que podemos comprobar en primera persona es si, realmente, el Jenkem coloca o no coloca, y eso, a fin de cuentas, es lo que más nos interesa saber y eso es lo que acto seguido vamos a desvelar.

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Así pues: prepararemos el invento sin trampa ni cartón (usando para ello dos botellas, una tapada con un globo y otra con una bolsa), esperaremos una semana, lo cataremos y les contaremos.

Mientras esperamos a que pasen los días, les haremos saber que, según apuntan todas las fuentes, el producto resultante de la fermentación de las deposiciones humanas sería el metano, un gas inodoro que no es psicoactivo, (hay quien apunta, además, a la presencia de sulfuro de hidrógeno, bastante tóxico y de olor fétido, aunque también carente de psicoactividad) pero que puede reducir la concentración de oxígeno en el aire inspirado a menos del 15%, comportándose como un asfixiante que, en casos graves llega a provocar la muerte y en casos leves provoca mareos, obnubilación y síntomas similares. De tal manera que, los productos y procesos asfixiantes, sin ser técnicamente psicoactivos, pueden traer consigo lo que podría definirse como un estado alterado de consciencia. Al efecto, les diremos que, cuando quien esto escribe contaba con 10 años de edad se divertía con sus amigos de la siguiente manera: hacíamos saltos en cuclillas durante un rato a la vez que hiperventilábamos, luego nos poníamos de pie y uno de nuestros compañeros nos abrazaba por detrás y nos apretaba fuertemente el pecho con sus puños. Resultado: nos mareábamos, se nos nublaba la vista, nos tambaleábamos y nos echábamos unas risas. De hecho, en una de las ocasiones, el efecto fue un poco más allá, y, en mi caso, caí literalmente desplomado, manteniéndome en el suelo –según me contaron- apenas unos segundos, en los cuales soñé vividamente que me caía de un edificio.

Y ahora, transcurrida ya una semana, el trip report:

«Quité la bolsa con cuidado y aspiré repetidamente el aire (el globo, aunque se había inflado un poco, se desinfló y quedó inservible a los pocos días debido a una raja surgida en su base). Luego aspiré de la botella. Efectos: esperaba una experiencia vomitiva y un olor nauseabundo… y ni lo uno ni lo otro. El olor al coger la botella era ligeramente fétido, pero el aire recogido en la bolsa y el que salía de la propia botella, aun siendo extraño y peculiar, apenas olía mal, asemejándose ligeramente al olor del amoniaco. Los efectos psicoactivos eran inexistentes o casi inapreciables (salvo una “posible” y lejanísima sensación de embriaguez; y digo “posible” porque ni siquiera estoy seguro de que ocurriera realmente)».

Conclusión: No tengo la más remota idea de si, aparte de mí, habrá otro idiota en el mundo que haya probado el Jenkem. Con todo, opino que lo más probable es que las cantidades de metano que pueden inhalarse con este método no son suficientes para producir un efecto asfixiante. De modo que, según mi opinión, tanto en el plano teórico como práctico, esto no es más que un puro mito. No obstante, si algún insigne periodista o preventólogo dudase de mi veredicto (pues no descarto posibles errores que hayan podido provocar fugas de gas, aunque todo estaba bien atado y me cercioré del perfecto estado de la bolsa), le invito a que replique el experimento por sí mismo y que lo publique donde lo estime oportuno.

Referencias:

Wikipedia: Jenkem.

Acerca del autor

Eduardo Hidalgo
Yonki politoxicómano. Renunció forzosamente a la ominitoxicomanía a la tierna edad de 18 años, tras sufrir una psicosis cannábica. Psicólogo, Master en Drogodependencias, Coordinador durante 10 años de Energy Control en Madrid. Es autor de varios libros y de otras tantas desgracias que mejor ni contar.